Sentado en mi sillón de mimbre en el balcón
del departamento, con el Enzo mirando atentamente mi quietud, llegué a una
determinación: bajar las persianas, salir del mercado. Caía el sol sobre la
ciudad, sobre esa interminable marejada de edificios y casas que se pierden
hacia el Gran Buenos Aires. Es sábado, atípico. El celular hace horas y horas
que no suena y me envuelve un sereno silencio quebrado apenas por algún
maullido del gato que pide mimos. Leo Oceano Mar, ese exquisito libro de
Alessandro Baricco, el autor de Seda, y en la mesita, donde se ofrece un mate
lavado, descansan Novecento, también del escritor italiano, y Glosa, de Juan
José Saer, esa novela que en apenas unas cuantas páginas describe como nadie la
derrota de aquellos hombres comunes que se quedaron sufriendo la dictadura en
silencio, en sus propias casas, en su propios pueblos. Desde el living
sobrevivía la música del Adagieto de Mahler.
Por primera vez en muchísimos meses sobreviene
en mí una calma parecida a la felicidad. Siempre supe que la lectura, la música
y la contemplación eran los caminos ideales a la serenidad del espíritu y para
tomar las grandes decisiones que uno tiene que tomar en la vida. “Cuarenta años
de vida me encadenan, blanca la testa, viejo el corazón”, como reza el tango,
son ya motivo suficiente para aplacar la “bestia”, como la llamaba Jorge Luis
Borges, que los hombres llevamos con nosotros a todos lados. Por alguna extraña
razón, me vuelve a la mente ciertas imágenes de La muerte en Venecia, de Thomas
Mann. Recuerdo esa extraña melancolía que debe haber sentido el protagonista,
el malogrado escritor Gustav von Aschenbach, cuando decide quedarse en la
ciudad a pesar de la peste, sólo para quedarse más cerca de Tadzio, el
adolescente objeto de su adoración que simboliza la belleza.
En realidad, entiendo por qué vuelve la novela
a mi cabeza: por la música. Mahler es la banda sonora de la película de Luchino
Visconti. Y en ese momento comienza a rondarme en la cabeza una idea: ¿Y si
paso a cuarteles de invierno? ¿Y si bajo las persianas en el mercado del amor y
del sexo? ¿Y si me dedico sencillamente a aquellas cosas que me ofrecen sereno
placer? El trabajo, la contemplación, la amistad, los viajes ¿Cuán triste y
cobarde puede ser un pase a retiro adelantado? Minimización del daño se llama: a
menor expectativa de felicidad, menores daños. Quizás sea una buena solución.
No la mejor, pero posiblemente la menos peor de ellas.
Cae el sol. El frío comienza a hacer su
trabajo. Decido entrar al living. Enzo me acompaña y se sube al sillón y me
mira como dando a entender qué es lo que tengo que hacer. Me siento. Prendo la
televisión: miro desinteresado un partido de fútbol y empiezo a repasar mi
primer sábado sin expectativas: una buena picadita con un buen vino, un par de
capítulos de Games of Thrones de la
tercera temporada que aún no vi y de broche de oro, la pelea de Floyd Mayweather.
Después de todo, la soledad no parece ser un mal plan.
Debo reconocer que no me sienta tan mal mi
primera noche de “reposo del guerrero”. Llamo a los chicos, hablo con mis
viejos, leo, espero con un Malamado en la copa la pelea. Cerca de las once de
la noche, suena el celular. Mensaje de texto: “Por ahí no era tan cierto lo que
te dije en Mar de las Pampas. Yo, por mí, te volvería a ver… No sé vos…
Alejandra”.
Después de un momento de estupidez momentánea,
sentí nuevamente la sangre en el cuerpo. El placer de las palpitaciones en la
garganta, la sequedad en la boca. Nervioso, la llamo para encontrarnos lo antes
posible, si puede esta misma noche. Llamo una vez, no me atiende. Llamo
nuevamente, me corta. Llamo una tercera vez, su celular da apagado. Las odio. A
Alejandra, claro, y a la vida misma.
Hernán no busque mas! Acá estoy yo… Alejandra no lo quiere.
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