El Enzo afiló las orejas y miró hacia la puerta con
curiosidad. Tensó su cuello como una animal al acecho y diez segundos después
sonó el timbre del departamento. Abro la puerta distraído, y estaba ella
paradita con sus rulitos castaños, su mirada dulcísima y sus dos pequitas en la
mejilla izquierda.
-Irina- pronuncio sonriente.
-Hola- responde- y hace un silencio emocionada, mirándome a
los ojos.
La invito a pasar, se sienta en una silla a la mesa y el
Enzo no tarda más que unos segundos en ir a reclamarle mimos. Tiene una gran
percepción mi gato. Sabe cuándo y cuánto le gusta una mujer a su dueño, o sea,
a mí. Le hace cara, le ronronea, le achina los ojos. Irina le habla con una
ternura irreproducible y allí están ellos dos a sus ansias.
-¿Qué estás escuchando?- pregunta. Y le respondo que unos
viejos discos de música francesa, “ideales para un sábado de frío a la tarde”.
-Ah, me encantaría vivir en París -dice con voz de Alicia en
el país de las Maravillas-. Un par de años al menos. Me imagino una ciudad tan
encantadora. No sé, me imagino esos inviernos nevados, viéndolos desde la
buhardilla de un viejo edificio con un hombre a mi lado, haciéndonos el amor
durante horas y horas. No sé, me imagino trabajando allá en algo referido al
arte, no sé, algo así…
Ella suspira, la miro con ternura. Es reconfortante ver a
alguien con ilusiones, pienso. Y en ese momento siento la hiel del
resentimiento en la boca del estómago. “Son boludeces románticas”, Irina, le
digo. “París es una ciudad insoportable como cualquier otra”. Me pregunta si
fui. Le respondo que sí, le cuento. Hasta que ella, después de charlar un rato,
hace un silencio:
-Bueno, en realidad, vine a despedirme –anuncia-. Me puse de
novia hace unos meses con un chico y me mudo. Se me vencía el alquiler… y
bueno, lo fuimos pensando… y vamos a probar de ir a vivir juntos… que se yo,
ver qué onda… ¿vos qué pensás?
Hago un silencio. Siento otra vez la acidez de la angustia
en el pecho. La miro. Pienso en por qué, en qué necesidad tiene de echarme en
cara su felicidad de adolescente. La vuelvo a mirar y no hay maldad en su
rostro; apenas la leve melancolía de quien hubiera querido estar conmigo.
Pienso en qué responderle. Si lastimarla o dejarla pasar. Dudo qué decir para
lastimarla más.
-No seas ingenua, Irina, si sabés que no va a funcionar
–comienzo- vos necesitás un hombre, no un nene…
Ella me mira fijo. Hay inocencia en sus ojos. Dispuesto a
arruinarle la vida por un rato, me le acerco. No comprende mi jugada. Ella se
levanta de su silla, se acomoda contra la mesa sin dejar de mirarme. La tomo de
la pera. La beso. Ella dice que no, pero queriendo. Se queja, dice que no tiene
sentido. La sigo besando, la empiezo a tocar. Me abraza y dice que no debería
estar haciendo esto. Le toco los pechos, comienza a excitarse. La subo a la
mesa. La aprieto contra mi cuerpo. En ese momento me doy cuenta de mi erección.
No el amor, no es la excitación, no es el deseo de sexo repentino el que me
produce la erección. Es la hijoputez la que me mueve. El simple deseo de arruinarle
la vida un rato. Ella me besa ajena a mi desprecio. Me dice que sí, que sí. Le
corro la bombacha, la penetro, me empiezo a mover dentro de ella. Empieza a
gemir, gozar, se aferra a mi espalda, me
dice que me quiere, que siempre me quiso. Yo empujo y empujo y empujo. Ella
comienza a gritar de placer. Yo, a acabar de maldad. Te vas a ir con otro, sí.
Pero bien usada, chiquita.
Ella se arregla la ropa y el pelo. Me mira con ojos dulces,
inocentes. Sonríe: “¿Qué vamos a hacer ahora después de esto?”, me pregunta. La
miro y le contesto frío:
-Nada, vos te vas a ir con tu noviecito…
Ella algo comprende porque los ojos se le llenan de
lágrimas. Pero no alcanza a llorar. Me doy cuenta de que no quiere darme el
gusto. Antes de cerrar la puerta, siento su voz que me reprocha: “Yo no quería
creerlo, pero al final me demostraste que sos un hijo de puta”. Cierro la
puerta despacio. Apoyo mis espaldas contra la puerta de madera. Siento una
ligera sensación de bienestar. Por primera vez en mucho tiempo me permito el
derecho a ser un hijo de puta antes que una víctima. Irina se aleja de la
puerta. Y me sobreviene el cansancio del hombre que se recupera después de
haberse convertido en lobo una noche de luna llena.
Publicado en Revista Bacanal, en el mes de julio de 2013.