Había faltado a un par de reuniones. No
contestaba los llamados de teléfono. Ni los mails. Prácticamente, no posteaba
en Facebook. Era imposible encontrarlo en los lugares que solía frecuentar: ni
el trabajo ni los bares. Ni siquiera a la cancha de River iba. Lucas estaba
confinado en Agustinalandia. Nada lo sacaba de allí, nada lo recuperaba, nadie
podía sustraerlo del exilio. Pero esa noche, vino. La cita fue en Miramar. La
bebida: vino. El menú: tortilla a la española, boquerones, serrano al pimentón,
ranas gambas al ajillo y caracoles. El método: socialismo gastronómico. Tema
del día: las minas.
Mariano hablaba del amor de su mujer y sus
hijos. De dónde irían de vacaciones, de las formas en que el amor se encarama
entre los años de matrimonio.
Yo, del placer de descubrir la maldad y el
egoísmo en el sexo. De cómo se puede aumentar el goce con la frialdad de quien
tiene los sentimientos muertos y puede manipular a la partenaire. “Incluso, eso
parece gustarle aún más a las mujeres”, sostuve.
Ezequiel, de la importancia de cuidar las
municiones después de los cuarenta, de la necesidad de seleccionar, de
reflexionar sobre cuándo vale la pena ejercer el instinto. Y reconoció: “El
matrimonio occidental tiene cierta sabiduría. Cuando uno empieza a cansarse, ya
tiene un contrato de acompañamiento realizado. Debería empezar a pensar en
casarme. El pequeño detalle es que no sé con quién…”
Lucas, pasaba el pan por el huevo de la
tortilla babé en el plato.
Mariano sostenía que envejecer feliz al lado
de la mujer que siempre se amó es un premio que la vida les da a unos pocos
privilegiados. Que la mayoría soporta esa compañía por miedo a morir sólo como
un perro abandonado en una cama de hospital.
Yo, reivindicaba mi derecho a divertirme un
rato, a disfrutar sin culpa y sin densidades de la vida sin amor. Del derecho a
que el sexo sea apenas algo más que un deporte.
Ezequiel especulaba con la conveniencia de la
edad de su futura mujer. No debía ser ni muy jovencita para que lo abandone en
la próxima década por un mancebo. Ni demasiado madura sin tiempo para niños y
esas correrías. También sopesaba las virtudes de una jovencita a quien “poder
moldear” –vieja ambición inefable e imposible de todo hombre- en contraposición
a una mujer “hecha” a la que no hay que explicarle nada. Más allá de la edad,
lo único que quería evitar Ezequiel era que se tratara del terror de todo varón
que se precie: una loca.
Lucas levantó la mirada y cual Zaratustra
recién bajado del monte, sentenció: “A nuestra edad el hombre ha muerto”. Y
ante nuestra atónita mirada, con rostro circunspecto, se llevó una pata de rana
a la boca con las manos.
“Avivensén”, dijo omnisabiondo. “Después de
los cuarenta, ya no somos más hombres”, repitió. Y ante el silencio trémulo de
los comensales, Lucas profundizó: “La crisis que atravesamos después de los
cuarenta años es que ya no sentimos placer cuando cogemos. Ya no nos satisface
el mero hecho deportivo como antes. Ahora hacemos el amor como las mujeres.
Necesitamos diálogo, contención, reconocimiento, compartir el deseo.
Necesitamos que nos deseen para desearlas. Ya no podemos hacerlo como machos
cabríos, necesitamos la variable de la ternura. Mariano lo supo siempre; yo no
lo sabía hasta que pude encontrarme profundamente con Agustina. Ustedes dos
–por Ezequiel y por mí- todavía están en la etapa precámbrica del sexo. Creen
que todo es pirueta y malabarismo”.
Se hizo un silencio en la mesa. Ezequiel
musitó: “Bah, la fe de los conversos…” Mariano sonrió envanecido, después de
todo el nunca había sido un hombre. Yo lo miré a Lucas y le reproché: “Pasame
las ranas que te las estás morfando todas vos, Zaratustra de Balvanera”.
Publicado en la revista Bacanal, en el mes de noviembre de 2013.