domingo, 6 de julio de 2014

El día de la Liberación



Argentina-Irán. Casa de Mariano. Sábado de varones. Se amplía la concurrencia. Somos ocho o nueve. La mayoría son amigos en común y nos conocemos hace varios años de cumpleaños cruzados y demás fiestas. Si bien los cuatro de River mantenemos la hegemonía, hay alguno que otro hincha de Boca, uno de Racing y otro de Vélez. La cita es temprana. Vermuth a las 11 con picada, mientras los choripanes y las hamburguesas están pensadas para la hora del partido. Quincho cerrado, plasma con HD, y discusión sobre si es preferible verlo en directo con menor calidad o en alta definición pero unos segundos más tarde con el riesgo de que algún vecino apasionado nos adelante el resultado a grito pelado. En un costado, hay un grupo de tres conversando de otra cosa. Como siempre, el que pone la piedra de la discordia es Ezequiel. Con sus cabellos oscuros y enrulados, sonriente, con los ojos brillantes, dice moviendo los brazos: “Bueno, a quién no le pasa. Terminemos con la mentira. Y no una vez, sino varias”. Se produjo un silencio curioso. Lucas, junto a la Parrilla, nos mira a Mariano y a mí y con los hombros arriba, levantando las cejas y con la comisura de los labios hacia abajo, hace el gesto de ¿qué habrá pasado ahora?
Ezequiel, se da vuelta y lo señala a Mariano. Lo nombra y le pregunta: “Por ejemplo, a vos se te paró siempre en la vida, todas las veces”. Mariano que está pinchando los chorizos en un tenedor largo, lo mira despreocupado y responde: “Si te contara…” Allí, intercede  uno de los invitados: “Bueno, debo reconocer que a mí un par de veces me pasó. Es que a veces estás obligado a hacerlo sin que te guste la mina, a veces estás cansado, a veces tenés muchos quilombos”, y comienza a contar un par de anécdotas explicativas. Allí, dos o tres levantan la mano y aceptan la invitación a la liberación: “Sí, sí, a mí también”, repiten liberados. Yo, obviamente, reconozco que mi parte y cuento un ejemplo a modo de justificación.
Mariano se ríe. “Es así, a todos nos pasa”. Gustavo, sonríe aliviado. Está un poco colorado. Se lo nota nervioso. Resopla. “¿En serio a todos les pasa? –pregunta aliviado- A mí me pasa casi siempre las primeras veces con una mujer. Me cuesta mucho, me pongo nervioso, siento que no la voy a poder satisfacer y me pone tenso en todos los músculos menos en el único necesario en ese momento”. Se sonríe con melancolía. Y continúa. “Antes era un problema. Ahora, me tomó la pastillita y se me acabaron todos los problemas. Para la segunda vez, ya estoy mucho más tranquilo y no tengo que explicarle nada a nadie”.
Se produce, entonces, un sentimiento colectivo de cofradía. Una voz anónima, confirma: “Menos mal que a todos nos pasa. Lo peor es que te sentís el único boludo en el planeta y sentís que no podés contárselo a nadie porque tenés miedo de que te miren como si no fueras un macho de verdad”. Una secreta alegría invade al grupo. Reímos, hacemos jodas, tomamos fernet, comentamos otras anécdotas. Flota en el aire esa rara sensación de hermandad en la derrota igualadora.
Lucas se mantiene callado. A un costado, Mirando con una sonrisita sobradora. “¿Y a vos, Lucas, cuándo te pasó?”, pregunta inocentemente Mariano. Estúpidamente soberbio, Lucas responde engolando la voz:
-A mí no me pasó nunca, muchachos, jamás, perdone que los deje de garpe en sus mariconeadas…

Silencio absoluto. Una sombra de dudas, recorre a la cofradía. Si a todos no les pasa, la liberación entra en default. Ezequiel tercia rápido: “Si nunca te pasó, sos puto”. Y todos volvemos a reír, liberados nuevamente.

sábado, 5 de abril de 2014

Los formales y el frío III


El fin de semana siguiente al encuentro con María Fernanda en el congreso de Derecho Constitucional hicimos el amor en su casa de mil variantes posibles: cenamos  el viernes, tuvimos sexo, vimos una película durante la madrugada, dormimos abrazados, despertamos juntos, nos quedamos abrazados, ella cocinó, tuvimos sexo, dormimos la siesta, leímos, miramos fútbol, yo cociné, nos bañamos, nos mimamos, miramos televisión, nos dormimos, tuvimos sexo por la mañana y, finalmente, le preparé el desayuno y se lo llevé a la cama. Estaba bonita, como sólo puede estar una mujer cuando está bonita. Los cabellos amorosamente destartalados, los ojos entornados, la piel tersa, cierto rubor en las mejillas, los labios apenas paspados, sonreía con inocencia, como no pudiendo creer lo que acababa de descubrir. Yo me abracé a su vientre y me quedé allí escuchando la música de su cuerpo mientras ella hacía silencio y me acariciaba la cabeza.
Desayunamos sentados en la cama, en silencio, felices. Luego, nos dimos una última ducha cada uno por su lado y nos comenzamos a vestir lentamente, como intuyendo el momento de la despedida. Un silencio melancólico comenzó a sobrevolar su departamento y ella intercalaba  gestos de resignación y “no pasa nada”. Ya vestido, la besé largamente por última vez. María Fernanda abrió la puerta, y dijo: “Dale, dale, si total nos vamos a seguir viendo”. Le di un último beso y respondí: “Obvio, obvio”. Bajé por el ascensor y sentí, con el vaivén, que el alma se me había escapado. Caminé hacia el coche, feliz, pero con un asomo de duda que me carcomía a cada paso que daba.
¿Y si yo no fuera capaz de poder mantener este nivel de amor con María Fernanda? No digo sólo la cuestión sexual, de macho cabrío envejecido, que necesita  de vitaminas para quedarse tieso, sino también emocional, en el sentido de poder seguir sorprendiendo, enamorando, acompañando a la mujer que uno eligió. ¿Y si ya no fuera capaz para el amor?
Llegué a la casa de mis viejos. Los miré. Se llevan apenas un par de años, son dos personas mayores que envejecen juntos. Mi madre le protesta por algo y mi viejo no la entiende, no la escucha o se hace el distraído. Me imaginé por un instante a la edad de ellos con María Fernanda. La escena era patética. Yo un ancianito arterioesclerótico y ella una mujer todavía con ganas de vivir.
Sentí miedo, claro. No a ella. No a la situación. Sino a mí mismo. Miedo al fracaso más rotundo después de la separación. Sentí que yo no podría ser capaz de mantenerla enamorada ni de darle todo lo que ella necesitaba. No se trataba de fobia. No. Era exactamente un pánico de animal viejo.
A media tarde, ella comenzó con los mensajes de texto que no respondí. Esa misma noche, me llamó al celular un par de veces. No contesté las llamadas. Durante los primeros días sentí una desazón de mi mismo imposible de describir. María Fernanda intentó comunicarse un par de veces a mi celular y volví a hacer mutis por el foro. Era demasiado perfecta para mi nivel de miseria personal. Sencillamente, no me dio el cuero.  Quizás con una mujer un poco menos exigente, podría haber funcionado. Pero con ella, lo supe, tarde o temprano habría fracasado estrepitosamente. Y jamás iba a poder recuperarme de eso. Un par de semanas después le escribí al celular: “Lo único que quiero que sepas que fuiste una de las cosas más hermosas que me pasó en los últimos años”. Dos días después, en la pantalla de mi celular leí su respuesta: “Una mínima explicación me merezco. Pero, bueno, te portaste bastante mal conmigo. Sos un boludo, un cobarde o una mala persona. Cualquiera sea la razón. No quiero volver a verte”.

Respiré aliviado. Fracasando adrede había logrado zafar de mi pánico a un fracaso espontáneo. 

jueves, 6 de marzo de 2014

Los formales y el frío II



Recorrimos los 150 metros que separaban el restaurante del hotel en silencio. Uno al lado del otro. Sin mirarnos, María Fernanda con la mirada baja, con una media sonrisa de aceptación y pudor. Yo, tratando de decir algo que no quede a medio camino ni esté de más. Se produjo un silencio espeso, molesto, adolescente. Y recordé las palabras de Mariano, el Simplificador del Amor: “Te das cuenta a primera vista, no hay mucho que conversar, es como cuando éramos pibes, si la mina te gusta, te gusta y se acabó”. La miré con ojos de perro bueno y le propuse: “Nos sentamos juntos ¿te parece?”. Ella sonrío derretida y contestó divertida: “Dale”.
No recuerdo de qué se trataba la mesa de expositores de las tres de la tarde. Sólo recuerdo los comentarios que María Fernanda me hacía casi al oído, con complicidad y malicia. “Supongo que usted no estará para nada de acuerdo con esa visión liberal simplista”, decía, burlona, o: “ah, bueno, nos va a repetir enterito a Bidart Campos”, y achinaba los ojos con picardía. Yo me reía, y por momentos intentaba seguirle el juego, pero debo confesar que sus latiguillos con una sazonada mezcla de acidez y de ternura eran difíciles de igualar. Intenté un par de ironías, pero mi timidez me jugó una mala pasada. Ella se dio cuenta y haciéndose pequeña y recostándose contra el respaldo de la silla suspiró, levantó una mano como si fuera una princesa y concluyó: “Igual, usted no tiene por qué ser divertido, doctor, no se preocupe”. Yo me puse todo colorado y no pude contener la risa por su desfachatez. Y ella aprovechó para contraatacar. Se llevó una mano a la frente, se acomodó el flequillo y obligó: “Lléveme a tomar un café, doctor. Dele, que me estoy aburriendo como una ostra”.
La tomé de la mano y salimos por Callao. El calor de la tarde nos sorprendió. Un trueno anunció un breve chaparrón de verano que quedó suspendido hasta que llegamos al café irlandés. “Cerveza negra”, dijimos al unísono, coincidiendo, y volviéndonos a reír. Entonces comenzó a llover. Ella perdió la mirada en la calle y con melancólica dulzura dijo: “Como en las películas… un buen amor, no puede comenzar sin una buena lluvia”. Y luego me miró y agregó: “No sé asuste, doctor, no se lo tome en serio. Sólo le estaba midiendo el aceite de la claustrofobia machista”. Yo sonreí aliviado.
Tomamos la cerveza. Ella me contó algunas cosas de su vida, yo le repartí un par de mis fracasos, hablamos de proyectos laborales, le conté de mis ganas de una vida bucólica en el campo, ella se burló y dijo: “me veo como Laura Ingalls, eh”. Y salimos a caminar. Me di cuenta de que estaba loca. Encantadoramente, loca. Sobre todo, cuando en las librerías, mostraba las novelas imprescindibles para leer en “su casa en las sierras, doctor”.
Obviamente, fuimos a cenar. Y ella no dejó de sonar como un cascabelito. Pensé que iba a ser difícil escaparle a la felicidad a su lado. Bastaba con mirarla sonreír, escucharla hablar entusiasmada. Tomamos vino, compartimos unas pastas en Pippo y un budín de pan con dulce. Ella parecía fascinada con la simpleza de las cosas. Yo estaba fascinado con ella. Al salir, un viento frío nos pegó en la cara. María Fernanda se acurrucó tomada de mi brazo. Pedimos un taxi y fuimos hasta su casa. En el asiento de atrás no podíamos dejar de mirarnos. Nos intercambiamos los celulares y ella dijo por lo bajo: “Quien hubiera dicho…” Y fijó sus ojos en los míos antes de decirle al taxista; “es acá, en la puerta verde del edificio, acá, acá”. Ella abrió la puerta, yo atiné a bajar, pero ella me dijo: “No, no, no, está noche usted duerme solito, doctor”, y me dio un beso en la mejilla.

Esperamos a que entrara. El taxista dijo con laconismo porteño: “Estás perdido, hermano”. Y lo miré por el espejo retrovisor y respondí: “Ojalá”.

domingo, 16 de febrero de 2014

Los formales y el frío


Me asaltó en uno de los pasillos del hotel de la avenida Callao, donde se realizaba el congreso Constitucionalismo Moderno Latinoamericano.
-Discúlpeme, doctor –dijo remarcando intencionadamente el “doctor” con cierto dejo de coquetería-, leí su ponencia con atención y como me interesa su opinión sobre los aspectos sociales de la propiedad privada en la Constitución de Sampay, quisiera saber si, siempre que fuera posible, claro, podríamos intercambiar mails para estar en contacto porque yo estoy haciendo un estudio comparativo entre la Doctrina Social de la Iglesia, la constitución Mexicana y la constitución del 49. Y, bueno, nada, se me ocurrió que usted podía ayudarme…- concluyó abriendo apenitas los ojos y ensanchando la mirada.
Lo primero que hice fue mirarla a los ojos y un segundo después me dije: “No bajé la mirada, no bajés la mirada”. Sosteniéndole la mirada, le respondo interesado por su pregunta. “Si, te puedo ayudar, claro ¿usted de dónde es doctora?” Ella, baja la mirada, y contesta, “rosarina”. Es rubia, estatura mediana, ojos verdes como un lago de montaña, muy delicada de rasgos, apenas delgada. Sencilla, con cara de buena piba, preocupada por la temática, por su carrera, por el futuro de los pobres en argentina. Imagino: hija de profesionales, típica clase media de la ciudad que da al río, tiene unos 30 años, casada o en pareja, sin hijos, se le nota, excelente estudiante, promedio superior a 9, educada, trabajadora, sin maldad pero sin inocencia, con picardía pero sin morbo.
Se entrecruzan un par de abogados más, me saludas por la ponencia, la saludan familiarmente a la doctora rosarina y se quedan conversando. Alguien dice: “¿che, almorzamos juntos en la misma mesa?”. La Rosarina me cruza una mirada que no llego a comprender pero que podría ser algo así como: “qué pena, me hubiera gustado almorzar a solas con vos” o “qué bueno que almorzamos todos juntos, así no es tan chocante” o “me gustaría ver cómo te desenvolvés en la mesa con los otros” o vaya uno a saber qué decía esa mirada que empezaba a gustarme soberanamente.
No sentamos a la mesa. Los dos abogados hablan distraídos de trabajo. Ella y yo nos cruzamos miradas tímidas, apenas descifrables sin dirigirnos casi la palabra. Uno de los comensales la nombra: María Fernanda. Le clavo la mirada. Ella sonríe como si alguien la hubiera presentado. Yo tomo una copa de agua tónica, ella inclina levemente la cabeza hacia la izquierda, y el cabello se le acomoda de una forma apacible, como si la acariciara. Sin quitarme la mirada de los ojos me alcanza las papas fritas a la provenzal, mientras los demás se reparten las milanesas. Alguien me pregunta algo y no sé muy bien que responderle y María Fernanda se sonroja apenas perceptible y apura el trago de Coca Zero. Minutos después, mientras cruzamos un par de frases circunstanciales, el mozo propone los postres: macedonia, flan casero, budín, vigilante y casata. Coincidimos con ella: budín con crema. Sonrío. Me gusta ese sortilegio de pisarnos para elegir el mismo postre “con una cucharada de crema”, decimos casi al unísono.

Al finalizar el almuerzo, mientras el debate sobre las internas de los colegios de abogados de las distintas ciudades daba paso a los sobrenombres crueles y a las indiscreciones sobre tal o cual romance furtivo en los juzgados, nos levantamos y sin razón, la mano de María Fernanda rozó la mía. Las yemas de los dedos comprobaron aquello que las miradas intuían. Entonces, puse mi mano sobre su espalda y le dije: “Adelante, pasá vos primera”. Ella me miro. Y me dijo: “Gracias”

Publicado en la revistá Bacanal, mes de enero de 2014.

jueves, 26 de diciembre de 2013

La impunidad de las víctimas



No hay mujer más peligrosa. Sin dudas. Sostiene, lacónico, Ezequiel. Parecen buenas, solícitas, serviciales. Sonríen cándidas, inocentes. Despliegan el arte de la ternura como pequeñas Napoleonas de entre casa. Algunas, incluso, ofrecen una entrega tan absoluta que se parece a la sumisión. Serenidad, pasividad, comprensión son sus armas principales. Son mujeres que tienen un síndrome específico, relata, la más sutil de todas las manipulaciones posibles.
“La impunidad de las víctimas”, dispara.
Silencio absoluto.
Ezequiel continúa. Hay minas, dice. Hay minas que eligen ponerse en ese lugar. Son aquellas que argumentan: “Yo soy víctima de esta situación, ergo, tengo derecho a cualquier cosa”. Lo que me harta de alguna manera es la “profesionalización de la victimización”. Van “procurando ser grandes mortificadas para si mortifican, no vayan a acusarlas”, son esas minas que hicieron todo mal en su vida para poder seguir siendo deudoras, para poder seguir reclamando.
Ezequiel respira: Siempre me llamó la atención una escena de la película La decadencia del imperio americano. Dos mujeres están en un gimnasio, y una de ellas le cuenta a la otra que se ha iniciado en prácticas sadomasoquistas. La amiga, anonadada, le pregunta qué placer puede encontrar en el dolor, y Diane le responde: “Vos porque no conocés el poder de las víctimas”.
Sigue en franca diatriba contra el abuso de la victimización. Y Alerta: Hay que tener mucho, cuidado, amigos. Hay que prender todas las antenas y cuando uno escucha el primer: “Claro, eso es porque yo te quiero mucho más que vos a mí”, lejos de sentirse halagados o en ventaja, hagan caso a esa gota fría que les recorre la espalda. Desde allí, reclaman. Desde allí, comienzan a desplegar toda su artillería generadora de culpa que nos obliga, nos compromete, nos encadena. El instinto nos dice que nos tenemos que ir, que debemos huir, pero en ese momento surge una frase brutal: “¿Cómo me voy a rajar así con todo lo que me quiere? ¿Conseguiré otra mujer que me quiera tanto?”.
Ya está, queridos amigos, ya está, sentencia Ezequiel. Es imposible evadirse a esa altura. La culpa que sentimos por no corresponder tamaño amor nos convierte en seres humanos. Ya no somos lo que éramos. Ya no somos esos animalitos instintivos en busca de depositar nuestra alegría en el cuerpo de cuanta mujer que nos guste se nos cruce. Ahora, tenemos que hacernos cargo de que somos victimarios, de que estamos haciendo sufrir a una mujer porque no podemos cumplir sus nobles expectativas. Cuando eso ocurre, ellas tienen ganada la mitad de la guerra. Primero, estamos condenados a una relación larga. Segundo, siempre vamos a sentir una extraña sensación de deuda hacia el amor de la persona en cuestión. Tercero, ella se va a encargar la manera específica de hacernos pagar esa deuda de la forma que mejor le venga en ganas: amor, casamiento, tiempo, fidelidad, dinero, viajes. Cuarto, en el momento menos pensado pasan a la ofensiva y las verdaderas víctimas resultamos siendo nosotros mismos: eso ocurre cuando comenzamos a experimentar la necesidad de su amor y su servicio. Cuando, eso ocurre, claro, es cuando se van con otros…
Mariano calla y otorga.
Yo callo y amago.
Lucas habla y desconcierta: “A mí eso no me va a pasar nunca, porque yo la quiero a Agustina mucho más que ella a mí”.

Ezequiel calla y repasa el Martín Fierro: “Zonzo el crestiano macho cuando el amor lo domina”.

Publicado en revista Bacanal, en el mes de diciembre de 2013

domingo, 24 de noviembre de 2013

Lucas reloaded


Había faltado a un par de reuniones. No contestaba los llamados de teléfono. Ni los mails. Prácticamente, no posteaba en Facebook. Era imposible encontrarlo en los lugares que solía frecuentar: ni el trabajo ni los bares. Ni siquiera a la cancha de River iba. Lucas estaba confinado en Agustinalandia. Nada lo sacaba de allí, nada lo recuperaba, nadie podía sustraerlo del exilio. Pero esa noche, vino. La cita fue en Miramar. La bebida: vino. El menú: tortilla a la española, boquerones, serrano al pimentón, ranas gambas al ajillo y caracoles. El método: socialismo gastronómico. Tema del día: las minas.
Mariano hablaba del amor de su mujer y sus hijos. De dónde irían de vacaciones, de las formas en que el amor se encarama entre los años de matrimonio.
Yo, del placer de descubrir la maldad y el egoísmo en el sexo. De cómo se puede aumentar el goce con la frialdad de quien tiene los sentimientos muertos y puede manipular a la partenaire. “Incluso, eso parece gustarle aún más a las mujeres”, sostuve.
Ezequiel, de la importancia de cuidar las municiones después de los cuarenta, de la necesidad de seleccionar, de reflexionar sobre cuándo vale la pena ejercer el instinto. Y reconoció: “El matrimonio occidental tiene cierta sabiduría. Cuando uno empieza a cansarse, ya tiene un contrato de acompañamiento realizado. Debería empezar a pensar en casarme. El pequeño detalle es que no sé con quién…”
Lucas, pasaba el pan por el huevo de la tortilla babé en el plato.
Mariano sostenía que envejecer feliz al lado de la mujer que siempre se amó es un premio que la vida les da a unos pocos privilegiados. Que la mayoría soporta esa compañía por miedo a morir sólo como un perro abandonado en una cama de hospital.
Yo, reivindicaba mi derecho a divertirme un rato, a disfrutar sin culpa y sin densidades de la vida sin amor. Del derecho a que el sexo sea apenas algo más que un deporte.
Ezequiel especulaba con la conveniencia de la edad de su futura mujer. No debía ser ni muy jovencita para que lo abandone en la próxima década por un mancebo. Ni demasiado madura sin tiempo para niños y esas correrías. También sopesaba las virtudes de una jovencita a quien “poder moldear” –vieja ambición inefable e imposible de todo hombre- en contraposición a una mujer “hecha” a la que no hay que explicarle nada. Más allá de la edad, lo único que quería evitar Ezequiel era que se tratara del terror de todo varón que se precie: una loca.
Lucas levantó la mirada y cual Zaratustra recién bajado del monte, sentenció: “A nuestra edad el hombre ha muerto”. Y ante nuestra atónita mirada, con rostro circunspecto, se llevó una pata de rana a la boca con las manos.
“Avivensén”, dijo omnisabiondo. “Después de los cuarenta, ya no somos más hombres”, repitió. Y ante el silencio trémulo de los comensales, Lucas profundizó: “La crisis que atravesamos después de los cuarenta años es que ya no sentimos placer cuando cogemos. Ya no nos satisface el mero hecho deportivo como antes. Ahora hacemos el amor como las mujeres. Necesitamos diálogo, contención, reconocimiento, compartir el deseo. Necesitamos que nos deseen para desearlas. Ya no podemos hacerlo como machos cabríos, necesitamos la variable de la ternura. Mariano lo supo siempre; yo no lo sabía hasta que pude encontrarme profundamente con Agustina. Ustedes dos –por Ezequiel y por mí- todavía están en la etapa precámbrica del sexo. Creen que todo es pirueta y malabarismo”.

Se hizo un silencio en la mesa. Ezequiel musitó: “Bah, la fe de los conversos…” Mariano sonrió envanecido, después de todo el nunca había sido un hombre. Yo lo miré a Lucas y le reproché: “Pasame las ranas que te las estás morfando todas vos, Zaratustra de Balvanera”.  

Publicado en la revista Bacanal, en el mes de noviembre de 2013.

jueves, 24 de octubre de 2013

Ana quiere jugar



Sabe que es la más linda de la mesa. Pero sabe algo más. Se sabe las más polvorita. Se sienta sobre la punta de la silla, atacando sobre la mesa y con la cintura quebrada:
-Todo es conversable… - dice cocorita, después de un par de tragos.
Es de noche. La cena es un restaurante tradicional de Buenos Aires. Esos de comida porteña, con aspiraciones de antigua elegancia, con toques art nouveau alemán y mozos con más de 30 años de experiencia. El menú no posee desviaciones poéticas. No tiene lluvias ni colchones ni finos toques de estrellas. Y además, uno puede homenajear al pueblo de Göethe untando un buen leberwurst en pan oscuro y luego disfrutar de un goulash de ciervo con spaetzle. En la mesa hay un juez de cámara, un fiscal, un constitucionalista, un par de abogadas y yo.
Estoy sentado a la izquierda del juez. Bueno, salvo algunas contadas excepciones es muy difícil poder sentarse a la derecha de un juez. Ella está frente a mí, me refiero a Ana, claro. Pero le habla siempre al juez. Se entiende. Es la presa grande. Ella tiene treinta y algo. Es castaña, de piel blanca, ojitos vivos y achinados, con una sonrisa encantadora y una voz chilloncita que por momentos da una idea de lo insoportable que debe ser cuando se enoja. El juez tiene alrededor de 50, es canoso, delgado, bien puesto, con un traje que no debe bajar de los diez mil pesos. Yo a su lado parezco el chaperón del rey.
-Bueno, hay que verla a la chica en cuestión… Si me gusta no tengo problemas –aclara Ana- y lo mira desafiante al Juez.
Se lo nota nervioso. Pero entusiasmado. Como un animal ganador sabe que su presa/cazadora lo ha elegido. Yo, a su lado, parezco transparente. Y Ana crece. Habla, provoca, seduce, chichonea y sentencia.
-El sexo es como Disneylandia… Si te lo tomás en serio es sólo cartón pintado, pero si entrás en el mundo de la fantasía, es maravilloso.
El juez se ríe de buena gana: “¿Cómo es eso? Repetímelo, por favor…” Ana lo repite con sonrisa picarona. Las otras dos mujeres se sienten incómodas, intentan terciar, decir algo que quite la atención de la mesa a Ana. Pero es imposible. Yo ensayo un bocadillo original y creativo. Ana me clava la mirada y no me dirige la palabra. Me siento transparente y me recuesto contra el respaldo de la silla, vencido. El juez, sabedor de que tiene compañía para la noche, apura la cuenta.
La calle Libertad esta fría como pocas veces en primavera. Formamos un grupo en círculo, donde empiezan las despedidas. Ana sorprende: “¿Estás con auto? –me pregunta- Vas para Palermo ¿me llevás?”. Me quedo petrificado y por instinto miro al juez confuso. “Bueno, sí, claro”.

En el auto hablamos de un par de pavadas. Hasta que llegamos a la puerta de la casa de ella. Un callejón oscuro y solitario. Ella me mira y me dice: “Sos bonito, a pesar de todo…” La vuelvo a mirar sorprendido. “Pero vos… El Juez…”, balbuceo. Se ríe. “No me gustan los pavos reales. Siempre me gustaste vos”, y en un mismo momento me come la boca y lleva su mano a mi miembro. Yo me quedo quieto, absolutamente pasivo. Ella hace todo el trabajo. Me mete su lengua en la boca, me muerde los labios, me desnuda a medias, me acaricia y me lleva a su boca. Yo atino a gemir, a disfrutar y a acariciarle el pelo. Ana sigue. Es perfecta. La mezcla exacta entre presión y ternura. Empiezo a jadear y ella sigue. Yo, finalmente, me siento en Disneylandia. Ella levanta la cabeza y sonríe. Como si fuera la dueña del parque de diversiones.

Publicado en revista Bacanal en el mes de octubre de 2013.