martes, 4 de septiembre de 2012

La mujer silvestre




Soraya está desnuda sobre la cama. Mira desafiante con una sonrisa irónica en la boca y el pelo desparramado sobre la almohada blanca. Su cuerpo oscuro contrasta con las sábanas desparramadas. Tiene los ojos negros como el olvido, como metaforiza el tango. Y su piel todavía sudada resuma sus deseos. La miro desde la puerta del baño. Se despereza, se retuerce, se toca como al pasar, como invitando, como diciendo que todavía tiene su sexo allí colocado en el lugar de las ganas. Entorna lo ojos, se mima los pechos y pronuncia mi nombre. Quiere más. Y lo hace saber. No hay estrategias. no hay tácticas. Está ella y su natural forma de amar. No tiene esa soficticación sensual de la mujer citadina psicoanalizada. Es naturaleza pura para el sexo.

-Mirá que no me cansó, eh... yo quiero fiesta fiesta- dice guarrona imitando al chofer de la camioneta de una vieja publicidad, y lanza una carcajada.

Es silvestre. Aún para mí que me crié en un barrio subalterno de la ciudad de Buenos Aires. Pero no es bruta ni burda. Tiene un encanto particular. No tiene pliegos. No tiene récodos. No tiene vueltas. Dice lo primero que se le viene a la mente. Y desdeña el pudor porque sabe que la vergüenza condena al aburrimiento. Ella manda. Y le gusta. Pide. Toma y obliga. Me sumerjo entre sus piernas. Me tironea del pelo. Me pide que use mi boca. Le obedezco. Disfruta. Levanta el torso, se acaricia, se toquetea. Se divierte.

No para. Explica por qué le gusté. Porque era dulce. Porque le gusta mandar. Porque se nota que soy complaciente. "Gauchito", dice ella. Me pone boca arriba en la cama. Me sujeta las manos al respaldar. Y se sube. Pone una mano en su pecho y comienza a buscarse. Lentamente. Lentamente. Con brutal ternura. Se mueve. Va y viene. Se acomoda. Frena. Vuelve a la carga. Por momentos se tira contra mi cuerpo y me abraza fuerte. Se busca allí, con sus manos en mi cara, serpenteante sobre mi cuerpo. Cuando se levanta ya no es la misma. El cabello moreno enrulado le estalla sobre la cabeza, sobre los hombros. Y los ojos le brillan. Entregado a su placer, disfruto como hace tiempo no lo hacía. Ella simplemente me monta. Atras y adelante. A los costados. En redondo. Arriba y abajo. Me dejo hacer. Ella gime. Y me mira a los ojos con una profundidad abismal. Tiene en su mirada una hosquedad de patio de tierra. Sé que está por llegar al orgasmo. Súbitamente, al mirarla a los ojos, siento ganas de que se lleve todo de mí. Sonríe sabedora. Mide mi placer. Mis gemidos. Mis palabras. Busca el ritmo de los dos y lo encuentra. Lo demás es humedades y olvidos de la muerte.

Finalmente, se abraza a mí. Se pega. Se afirma a mi pecho. Descansa aferrada a mi espalda. No me puedo mover. Me besa en la boca. Me mira y sus ojos se cruzan un poco por la cercanía. Siempre me pareció que esa mirada estrábica en la ojos de las mujeres cuando se acercan mucho las hace más hermosas.
Luego se pone de pie. Se viste con melancolía. Ordena: "Llevame a mi casa, por lo menos, porque no pienso irme sola hasta el conurbano". La miro y le ruego: "Quedate a dormir, negrita". Me sonríe burlona: "Ni loca -responde- Llevame, guacho. ¿O te pensás que porque no me vas a ver más no estás obligado a ser caballero conmigo?" Me sorprendo. "Por mí te seguiría viendo, Soraya", le sugiero. Ella me mira con sus ojos profundos y responde: "Por mi no hagás cumplido, gringuito. Somos muy distintos ¿Quién te dijo que yo quiero volver a verte?"


Publicado en Revista Bacanal en el mes de agosto de 2012.