Marcos y Mariela eran esos típicos amigos matrimoniales. Los
conocimos con la flaca en el primer departamento de la avenida Nazca. Vivían en
el mismo piso, al fondo. Eran un poco mayor que nosotros y ya tenían hijos
chiquitos cuando nos mudamos allí. Fueron durante muchos años como nuestros
guías o tutores. Por eso cuando les anunciamos que nos separábamos, Mariela
lloró desconsoladamente y Marcos por poco me agarra a las trompadas por una
discusión estéril sobre fútbol. Habíamos pasado casi dos años sin vernos, por
eso su llamado y su invitación a comer un asado en su casa me sorprendió. “Casi
como en los viejos”, dijo él. “Casi por que va a faltar ella y yo sigo sin
poder ser feliz”, pensé yo. Llevé un
vino caro. Señal inconfundible de que ya no había la misma intimidad que antes.
Y me esperaron bien vestidos. Señal inconfundible de que ya no éramos amigos
como antes.
Marcos me contó compungido la novedad: “Vos hace mucho que
no la ves a Natalia. Ahora tiene novio y ella insistió porque quería
presentártela. Como vos sos como un tío para ella… Cosas de chicos, viste como
son”. Hacía exactamente tres años que no veía a Natalia. Creo que después del
cumpleaños de 15 la había visto una vez, porque ella siempre salía con amigas.
Estaba sentado en uno de los sillones del living, cuando sentí ruidos en la
parte alta de la casa. Entonces, bajó Natalia con su novio. Estaba hermosa.
Estilizada, con su pelo castaño oscuro lacio, su boca pequeña y apretadita en
trompa, sus ojos marrones, con los pómulos apenas ruborizados por el pudor y
por la alegría de volver a verme. La abracé como cuando era una nena y la
levanté un poco del suelo. Ella se río, como cuando era una nena. Y me presentó
a Leandro, su novio. Un primor el pibe, la verdad.
Mariela puso un disco de Serrat en vinilo, como en las
viejas épocas. Nos sentamos a comer e iniciamos la liturgia del “pedido de
mano”. Con Marcos sometimos a Leandro al
más piadoso de los interrogatorios entre risas y complicidades. El pibe transpiraba,
sufría, se divertía, sonreía tímido. Entonces, le tomó la mano a Natalia y se
miraron. Y allí ocurrió el milagro. Allí entendí que era lo que yo tanto
anhelaba y que nunca más iba a encontrar: esa sensación de ser un debutante en
el amor.
Allí frente a mí, estaban Natalia y Leandro “preludiando la
sinfonía del hombre y la mujer”. Se les notaba la ternura que los entretejía,
como si uno pudiera intuir ese poema de Neruda que los ayuda a calmar su sed.
Ella en un momento lo abrazó y el hizo un gesto particular que sólo otro hombre
puede reconocer: él sentía que recién en ese momento, al lado de ella, se había
convertido en hombre. La contuvo con los brazos y allí sí todos nos dimos
cuenta de que para ellos nada valía la pena a su alrededor. En sus miradas se
les notaba ese secreto alarde de creer que estaban inventando el amor, que
ninguna otra persona había sentido jamás lo que ellos estaban experimentando, y
que pretendían guardar la llave para que ninguno pudiera arrebatarle ese
misterio. Los miro. Son primaveralmente felices. Y los imagino en despedidas
interminables, besándose, sin poder decirse adiós, volviendo a sus casas,
separados, soportando ver pasar las horas lánguidas en un rincón, abrazados a
la almohada y susurrando sus nombres como una oración.
Después del helado, Natalia hace la pregunta crucial: “¿Y?
¿qué te parece, tío?”, me dice. Yo frunzo el ceño y sonrío, cómplice. Es
imposible no ser felices mirándolos, pienso. Y es imposible no sentirse el
hombre más triste del mundo mirándolos. Lo miro a Leandro y le digo: “Por ahora
todo bien -sentencio-. Pero, macho, si la hacés llorar una sola vez, una sola
vez, te corto las piernas con una metralleta, te aviso…” Todos nos reímos, y
nos servimos vino. Natalia me abraza y me da las gracias. Y yo siento la
nostalgia más profunda del mundo. La nostalgia del que sabe que ya se le ha
escapado el amor y nunca más va poder volver a sentirlo como un amante
debutante.