domingo, 9 de diciembre de 2012

Los amantes debutantes




Marcos y Mariela eran esos típicos amigos matrimoniales. Los conocimos con la flaca en el primer departamento de la avenida Nazca. Vivían en el mismo piso, al fondo. Eran un poco mayor que nosotros y ya tenían hijos chiquitos cuando nos mudamos allí. Fueron durante muchos años como nuestros guías o tutores. Por eso cuando les anunciamos que nos separábamos, Mariela lloró desconsoladamente y Marcos por poco me agarra a las trompadas por una discusión estéril sobre fútbol. Habíamos pasado casi dos años sin vernos, por eso su llamado y su invitación a comer un asado en su casa me sorprendió. “Casi como en los viejos”, dijo él. “Casi por que va a faltar ella y yo sigo sin poder ser feliz”, pensé yo.  Llevé un vino caro. Señal inconfundible de que ya no había la misma intimidad que antes. Y me esperaron bien vestidos. Señal inconfundible de que ya no éramos amigos como antes.

Marcos me contó compungido la novedad: “Vos hace mucho que no la ves a Natalia. Ahora tiene novio y ella insistió porque quería presentártela. Como vos sos como un tío para ella… Cosas de chicos, viste como son”. Hacía exactamente tres años que no veía a Natalia. Creo que después del cumpleaños de 15 la había visto una vez, porque ella siempre salía con amigas. Estaba sentado en uno de los sillones del living, cuando sentí ruidos en la parte alta de la casa. Entonces, bajó Natalia con su novio. Estaba hermosa. Estilizada, con su pelo castaño oscuro lacio, su boca pequeña y apretadita en trompa, sus ojos marrones, con los pómulos apenas ruborizados por el pudor y por la alegría de volver a verme. La abracé como cuando era una nena y la levanté un poco del suelo. Ella se río, como cuando era una nena. Y me presentó a Leandro, su novio. Un primor el pibe, la verdad.

Mariela puso un disco de Serrat en vinilo, como en las viejas épocas. Nos sentamos a comer e iniciamos la liturgia del “pedido de mano”.  Con Marcos sometimos a Leandro al más piadoso de los interrogatorios entre risas y complicidades. El pibe transpiraba, sufría, se divertía, sonreía tímido. Entonces, le tomó la mano a Natalia y se miraron. Y allí ocurrió el milagro. Allí entendí que era lo que yo tanto anhelaba y que nunca más iba a encontrar: esa sensación de ser un debutante en el amor.

Allí frente a mí, estaban Natalia y Leandro “preludiando la sinfonía del hombre y la mujer”. Se les notaba la ternura que los entretejía, como si uno pudiera intuir ese poema de Neruda que los ayuda a calmar su sed. Ella en un momento lo abrazó y el hizo un gesto particular que sólo otro hombre puede reconocer: él sentía que recién en ese momento, al lado de ella, se había convertido en hombre. La contuvo con los brazos y allí sí todos nos dimos cuenta de que para ellos nada valía la pena a su alrededor. En sus miradas se les notaba ese secreto alarde de creer que estaban inventando el amor, que ninguna otra persona había sentido jamás lo que ellos estaban experimentando, y que pretendían guardar la llave para que ninguno pudiera arrebatarle ese misterio. Los miro. Son primaveralmente felices. Y los imagino en despedidas interminables, besándose, sin poder decirse adiós, volviendo a sus casas, separados, soportando ver pasar las horas lánguidas en un rincón, abrazados a la almohada y susurrando sus nombres como una oración.

Después del helado, Natalia hace la pregunta crucial: “¿Y? ¿qué te parece, tío?”, me dice. Yo frunzo el ceño y sonrío, cómplice. Es imposible no ser felices mirándolos, pienso. Y es imposible no sentirse el hombre más triste del mundo mirándolos. Lo miro a Leandro y le digo: “Por ahora todo bien -sentencio-. Pero, macho, si la hacés llorar una sola vez, una sola vez, te corto las piernas con una metralleta, te aviso…” Todos nos reímos, y nos servimos vino. Natalia me abraza y me da las gracias. Y yo siento la nostalgia más profunda del mundo. La nostalgia del que sabe que ya se le ha escapado el amor y nunca más va poder volver a sentirlo como un amante debutante.

Publicado en Revista Bacanal de Diciembre de 2012.