Recorrimos los 150 metros que separaban el restaurante del
hotel en silencio. Uno al lado del otro. Sin mirarnos, María Fernanda con la
mirada baja, con una media sonrisa de aceptación y pudor. Yo, tratando de decir
algo que no quede a medio camino ni esté de más. Se produjo un silencio espeso,
molesto, adolescente. Y recordé las palabras de Mariano, el Simplificador del
Amor: “Te das cuenta a primera vista, no hay mucho que conversar, es como
cuando éramos pibes, si la mina te gusta, te gusta y se acabó”. La miré con
ojos de perro bueno y le propuse: “Nos sentamos juntos ¿te parece?”. Ella
sonrío derretida y contestó divertida: “Dale”.
No recuerdo de qué se trataba la mesa de expositores de las
tres de la tarde. Sólo recuerdo los comentarios que María Fernanda me hacía
casi al oído, con complicidad y malicia. “Supongo que usted no estará para nada
de acuerdo con esa visión liberal simplista”, decía, burlona, o: “ah, bueno,
nos va a repetir enterito a Bidart Campos”, y achinaba los ojos con picardía. Yo
me reía, y por momentos intentaba seguirle el juego, pero debo confesar que sus
latiguillos con una sazonada mezcla de acidez y de ternura eran difíciles de
igualar. Intenté un par de ironías, pero mi timidez me jugó una mala pasada.
Ella se dio cuenta y haciéndose pequeña y recostándose contra el respaldo de la
silla suspiró, levantó una mano como si fuera una princesa y concluyó: “Igual,
usted no tiene por qué ser divertido, doctor, no se preocupe”. Yo me puse todo
colorado y no pude contener la risa por su desfachatez. Y ella aprovechó para
contraatacar. Se llevó una mano a la frente, se acomodó el flequillo y obligó:
“Lléveme a tomar un café, doctor. Dele, que me estoy aburriendo como una
ostra”.
La tomé de la mano y salimos por Callao. El calor de la tarde
nos sorprendió. Un trueno anunció un breve chaparrón de verano que quedó
suspendido hasta que llegamos al café irlandés. “Cerveza negra”, dijimos al
unísono, coincidiendo, y volviéndonos a reír. Entonces comenzó a llover. Ella
perdió la mirada en la calle y con melancólica dulzura dijo: “Como en las
películas… un buen amor, no puede comenzar sin una buena lluvia”. Y luego me
miró y agregó: “No sé asuste, doctor, no se lo tome en serio. Sólo le estaba
midiendo el aceite de la claustrofobia machista”. Yo sonreí aliviado.
Tomamos la cerveza. Ella me contó algunas cosas de su vida,
yo le repartí un par de mis fracasos, hablamos de proyectos laborales, le conté
de mis ganas de una vida bucólica en el campo, ella se burló y dijo: “me veo
como Laura Ingalls, eh”. Y salimos a caminar. Me di cuenta de que estaba loca.
Encantadoramente, loca. Sobre todo, cuando en las librerías, mostraba las
novelas imprescindibles para leer en “su casa en las sierras, doctor”.
Obviamente, fuimos a cenar. Y ella no dejó de sonar como un
cascabelito. Pensé que iba a ser difícil escaparle a la felicidad a su lado.
Bastaba con mirarla sonreír, escucharla hablar entusiasmada. Tomamos vino,
compartimos unas pastas en Pippo y un budín de pan con dulce. Ella parecía
fascinada con la simpleza de las cosas. Yo estaba fascinado con ella. Al salir,
un viento frío nos pegó en la cara. María Fernanda se acurrucó tomada de mi
brazo. Pedimos un taxi y fuimos hasta su casa. En el asiento de atrás no
podíamos dejar de mirarnos. Nos intercambiamos los celulares y ella dijo por lo
bajo: “Quien hubiera dicho…” Y fijó sus ojos en los míos antes de decirle al
taxista; “es acá, en la puerta verde del edificio, acá, acá”. Ella abrió la
puerta, yo atiné a bajar, pero ella me dijo: “No, no, no, está noche usted
duerme solito, doctor”, y me dio un beso en la mejilla.
Esperamos a que entrara. El taxista dijo con laconismo
porteño: “Estás perdido, hermano”. Y lo miré por el espejo retrovisor y
respondí: “Ojalá”.
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