domingo, 9 de junio de 2013

Cuarteles de invierno



Sentado en mi sillón de mimbre en el balcón del departamento, con el Enzo mirando atentamente mi quietud, llegué a una determinación: bajar las persianas, salir del mercado. Caía el sol sobre la ciudad, sobre esa interminable marejada de edificios y casas que se pierden hacia el Gran Buenos Aires. Es sábado, atípico. El celular hace horas y horas que no suena y me envuelve un sereno silencio quebrado apenas por algún maullido del gato que pide mimos. Leo Oceano Mar, ese exquisito libro de Alessandro Baricco, el autor de Seda, y en la mesita, donde se ofrece un mate lavado, descansan Novecento, también del escritor italiano, y Glosa, de Juan José Saer, esa novela que en apenas unas cuantas páginas describe como nadie la derrota de aquellos hombres comunes que se quedaron sufriendo la dictadura en silencio, en sus propias casas, en su propios pueblos. Desde el living sobrevivía la música del Adagieto de Mahler.
Por primera vez en muchísimos meses sobreviene en mí una calma parecida a la felicidad. Siempre supe que la lectura, la música y la contemplación eran los caminos ideales a la serenidad del espíritu y para tomar las grandes decisiones que uno tiene que tomar en la vida. “Cuarenta años de vida me encadenan, blanca la testa, viejo el corazón”, como reza el tango, son ya motivo suficiente para aplacar la “bestia”, como la llamaba Jorge Luis Borges, que los hombres llevamos con nosotros a todos lados. Por alguna extraña razón, me vuelve a la mente ciertas imágenes de La muerte en Venecia, de Thomas Mann. Recuerdo esa extraña melancolía que debe haber sentido el protagonista, el malogrado escritor Gustav von Aschenbach, cuando decide quedarse en la ciudad a pesar de la peste, sólo para quedarse más cerca de Tadzio, el adolescente objeto de su adoración que simboliza la belleza.
En realidad, entiendo por qué vuelve la novela a mi cabeza: por la música. Mahler es la banda sonora de la película de Luchino Visconti. Y en ese momento comienza a rondarme en la cabeza una idea: ¿Y si paso a cuarteles de invierno? ¿Y si bajo las persianas en el mercado del amor y del sexo? ¿Y si me dedico sencillamente a aquellas cosas que me ofrecen sereno placer? El trabajo, la contemplación, la amistad, los viajes ¿Cuán triste y cobarde puede ser un pase a retiro adelantado? Minimización del daño se llama: a menor expectativa de felicidad, menores daños. Quizás sea una buena solución. No la mejor, pero posiblemente la menos peor de ellas.
Cae el sol. El frío comienza a hacer su trabajo. Decido entrar al living. Enzo me acompaña y se sube al sillón y me mira como dando a entender qué es lo que tengo que hacer. Me siento. Prendo la televisión: miro desinteresado un partido de fútbol y empiezo a repasar mi primer sábado sin expectativas: una buena picadita con un buen vino, un par de capítulos de Games of Thrones  de la tercera temporada que aún no vi y de broche de oro, la pelea de Floyd Mayweather. Después de todo, la soledad no parece ser un mal plan.
Debo reconocer que no me sienta tan mal mi primera noche de “reposo del guerrero”. Llamo a los chicos, hablo con mis viejos, leo, espero con un Malamado en la copa la pelea. Cerca de las once de la noche, suena el celular. Mensaje de texto: “Por ahí no era tan cierto lo que te dije en Mar de las Pampas. Yo, por mí, te volvería a ver… No sé vos… Alejandra”.

Después de un momento de estupidez momentánea, sentí nuevamente la sangre en el cuerpo. El placer de las palpitaciones en la garganta, la sequedad en la boca. Nervioso, la llamo para encontrarnos lo antes posible, si puede esta misma noche. Llamo una vez, no me atiende. Llamo nuevamente, me corta. Llamo una tercera vez, su celular da apagado. Las odio. A Alejandra, claro, y a la vida misma. 

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