lunes, 6 de diciembre de 2010

Volver a los 17


Hernán Brienza

Volver a los 17. Después de vivir un siglo. O, lo que es casi lo mismo, de estar tres años de novio y 14 de casado. Volver a tener “de repente” un domingo para hacer lo que siempre quería hacer y no podía. Y no es que no podía porque “la flaca” se ponía en difícil. Si no porque siempre fui un buen marido. Un mal amante, es posible, pero un buen marido que disfrutaba de compartir el tiempo libre con la “asociación ilícita” como llamábamos a eso que todos los demás denominan “familia”. Volver a pisar la escalinata que lleva hasta el cielo. Sentir que uno ya no es el mismo, que las rodillas crujen, que los kilos de más no sólo pesan en el orgullo, que falta el aire, que uno boquea, que necesita parar, tomar una limonada, comer unas papas fritas en el primer descanso.
-Dale, metele, que llegamos tarde…- grita Mariano desde arriba, socarrón.
Y yo le meto y le meto, pero esto hace unos años no era así, los escalones eran menos, no sé, había menos distancia entre unos y otros. En un momento se terminaban…
Durante todo el ascenso, se escuchan los gritos, los cantos, la alegría. Sin embargo, cuando llegás a la última plataforma, se produce un silencio extraño, como esa famosa calma antes de la batalla. Mariano me espera con un vaso de coca, si es que se le puede llamar coca a este líquido entintado que los muy hijos de puta te cobran dos dólares y medio. Porque es así, la convertibilidad terminó hace exactamente ocho años, pero los concesionarios de los puestos de bebidas y hamburguesas de acá te cobran en dólares porque los insumos de mezclar agua con coca ellos lo pagan en verdes. Capitalismo criollo, le dicen, das un paso y te caga.
Por suerte tenemos el río. Para poner los brazos en jarra y mirar el río marrón surcado por veleritos y embarcaciones. Y ahí es cuando entendés que sos un gil a vapor. Porque estás acá matándote subiendo las escaleras y no estás allá, tomando una buena cerveza, dorándote al sol, acompañado de un par de mujeres. Mariano me presenta a Lucas, “el asesor del senador que te conté”. Impecable el tipo. No entiendo por qué está en la San Martín alta y no en un palco, o con el tipo del barquito. Entonces, Mariano, me presenta: “Este es mi amigo, el que te conté que recién se separó y vuelva después de 17 años a la cancha…”
O sea, ¿se entiende, no? No dijo, “el abogado del que te hablé”, o “mi amigo el que se la pasa leyendo historia argentina y literatura”, no dijo “mi hermano de toda la vida, el de Villa Crespo” o “el que vio en la Bombonera los dos goles de Alonso con la pelota naranja”. No. El muy recalcado hijo de puta dijo: “el que recién se separó”. O sea, no soy otro que el “recién separado”. A tener en cuenta la mirada del tal Lucas: como diciendo ahora viene lo bueno, vos tranquilo. Y se manda la frase en busca de complicidad: “Un hombre nunca sabe todo lo que gana cuando pierde una mujer”. Y sonríe, canchero.
No me gustan los tipos cancheros.
Caminamos hacia la puerta de ingreso a la bandeja. Es el momento más emocionante, quizás. Cuando ves las tribunas repletas, los colores amados, cuando el sol te pega en la cara y ves el verde chillón del césped, cuando escuchás con nitidez los cantos de la hinchada, cuando lees las banderas del corazón, y salen los jugadores y Ángel Cappa saluda a la platea y se sienta en el banco y salen los amargos de Independiente y suena el celular y es ella que te nombra y que te dice con voz dulce: “Nada, sólo quería desearte suerte para el partido y que ganen…”
Y vos que te querés morir: porque separarte de una bruja hinchapelotas es lo mejor que te puede pasar. Pero que te deje de un día para otro la mujer de tu vida no hay frasecita socarrona y machista que te cure. Aunque este 3 a 1 del primer tiempo por lo menos calma.
Publicado en Revista Bacanal de Octubre

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