Lo peor de internet es que muestra a las personas tal cual
son. O tal cual quieren ser, que es exactamente lo mismo. Porque en todo juego
de seducción, los primeros días, uno no se muestra como es si no como quiere
ser. Es por eso que la seducción siempre me pareció artificial y vanidosa. Y
efímera. Es más, el principal enemigo del amor verdadero es la seducción porque
engaña a los participantes, quienes rápidamente, cuando comienzan a sospechar
el engaño, empiezan a reclamar la indemnización pertinente. O, al menos, que le
devuelvan a la persona que conocieron durante las primeras citas. Es más, Lucas
–con quien estamos almorzando en Bodega del Fin del Mundo en este viernes
lluvioso de verano- sostiene que hay que evitar la seducción de cualquier
manera. Primero, porque la mujer apenas se da cuenta de que la queremos seducir
–salvo que sea una neófita o una acomplejada, dice él- comienza a perder
interés en el cortejante. Segundo, porque la seducción es inmoral, es un
fraude, una mascarada, una torpeza. Tercero, porque hay una ley que dispone lo
siguiente: Aquello que una persona hace para seducir a otra es lo primero que
va a dejar de hacer en cuanto logra su objetivo. Por ejemplo: Si una mujer se
muestra dispuesta a hacer sexo oral la primera noche sin nada a cambio es lo
primero que va a dejar de hacerte, apenas sienta que ya sos de ella, sentencia
Lucas. Por lo tanto –continúa- nunca te muestres en la primera salida tu
capacidad para escucharlas o contenerlas… Porque te va a romper las guindas por
el resto de tu vida pidiéndote que la escuches, que la comprendas, que la
contengas.
Internet hace más difícil esta teoría Lucasiana porque,
además, el anonimato, la falta del cuerpo a cuerpo nos permite elaborar
cualquier tipo de mentiras verdaderas que, seguramente, después nos sentiremos
y se sentirán en condición de reclamar cumplimiento. La mayoría de los hombres
y mujeres no somos conscientes de que la seducción es un contrato tácito que
todos rompemos con absoluta impunidad. Por eso, entre otras cosas, es que soy
un convencido de que hay que mover la menor cantidad de válvulas de seducción
posibles para entablar una relación duradera –por los menos más de un mes- con
otra persona.
Pero no sólo por una cuestión de engaños Internet es un
peligro. Agustina es castaña, de pelo ondulado, de ojos marrones. Bajita y
barullera. Simpática, entradora, cariñosa en su forma de gestualizar. Nos
conocimos luego de comentar ambos en el perfil de Facebook de un escritor
literario relativamente conocido. Y nos citamos en un bar después de varias
semanas de chatear. No es fácil conocerse. Pasar de lo virtual, de la
imaginación y la fantasía, a la realidad. Pero debo reconocer que Agustina era
un primor. Buena conversación, amena, inteligente, bonita, madura, tenía seis
años menos que yo y un hijo de una relación terminada antes de comenzar. La
primera señal de que no todo andaba bien fue la energía con que me tomó la mano
en la mesa. Confianzuda, pero tan agradable con su sonrisa, que acepté el mimo
sereno.
Juro que estaba encantado con ella. Cuando subió al auto
estaba resplandeciente. Tenía un humor delicado e irónico. Pero mirarla sonreír
era como contemplar un amanecer en el río. Una promesa. Sin embargo ella no
quería ser eso. Quería ser presente. Y se apuró. Comenzamos a besarnos en el
auto en la puerta de su casa. Estaba a punto de sugerirle que me invitara a su
departamento, cuando ella cometió un gran error. Me miro y me dijo: “Yo siento
que ya te amo ¿vos no?”. La miré y le dije con cierto desprecio:
-Y… No…
No volvimos a cruzarnos en el Facebook.
Publicado en Revista Bacanal, mes de marzo.