miércoles, 29 de febrero de 2012

Estocada



Primera quincena de febrero. Casa en mar azul, a dos cuadras de la playa. Tipo Alpina, con garage y parilla a un costado. Draculita y Martín se dedican a cazar caracoles de tierra, mi vieja prepara las ensaladas, mi viejo un cordero a la parrilla. Por primera vez en tres días de vacaciones tengo siete minutos y cuarenta y dos segundos de paz. Me siento en la silla playera al borde de la pileta. Ver hacer el asado a mi viejo siempre me produjo una mansa melancolía, como si se tratara de un sereno regreso al territorio de la niñez. Me sirvo un vaso de Syrah, la uva de la última de cena de Jesús, y pruebo el vino. Abro el libro de Poesías Completas de Edward Estlin Cummings que me acompaña desde la noche en que con una novia de la adolescencia descubrimos en la película de Woody Allen Hanna y sus hermanas uno de los poemas más bellos escritos jamás. Leo los últimos versos:

“Nada de lo que podemos percibir en este mundo se compara
con el poder de tu intensa fragilidad: cuya textura
me fuerza con el color de sus tierras,
mostrando muerte y eternidad con cada respiración
(no sé que hay en vos que se cierra
y se abre; sólo que hay algo en mí que entiende
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas)
Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas”.

Pienso unos instantes en aquella muchacha con la cual creíamos que inventábamos el amor. Esos amores debutantes tienen la dulce soberbia de hacer creerles a sus protagonistas que nadie los puede comprender porque ellos viven algo único, indiviso, excepcional. La acidez en la boca del estómago me demuestra que ya estoy demasiado cínico para las nostalgias sentimentales y cierro el libro. Mi viejo me pregunta sarcástico: “Flaco ¿vas a seguir jugando mucho más al Primero de Mayo? Armate la picada, dale”. Dejo el libro, voy a buscar los ingredientes y sentado a la mesa preparó una picadita.
La cena transcurre apacible y los chicos se duermen relativamente temprano. Fueron las primeras vacaciones después 20 años que las volvía a pasar con mis viejos. Luego de que todos se retiraran a dormir, aprovecho para tomar el coche e ir a dar una vuelta por Mar de las Pampas. Estaciono y comienzo a caminar solo entre la gente divertida y sonriente. Siempre me ha parecido que la peor condena para un fracasado es contemplar la felicidad ajena. Y siempre he tenido la mala suerte de encontrarme casualmente en la calle con las mujeres en posición sumamente desventajosa.
Bronceadísima, claro. Resplandeciente. Con su pelo lacio, negro, suelto como una injuria. Lleva un solerito veteado muy, pero muy cortito. Y sonríe. Divina. Está acompañada de su marido, obvio. Alejandra me saluda, perversa. Se detiene. Me lo presenta. Él, un tipo agradable, pintón, bien seguro de sí mismo, me semblantea, reconoce que no soy competencia y le dice: “Amor, entro al pub, te espero con los chicos, ¿dale?”. Me mira y dice simpático: “Un gusto, eh, permiso”. Nos quedamos solos. Me mira. Sabe que estoy absolutamente derrotado, hundido en la soledad más desértica. Y hunde el acero de sus palabras: “Qué bueno verte… Te quería agradecer… Me serviste… -hace una pausa cruel- Me serviste para darme cuenta cuál era mi verdadero lugar. Y al mismo tiempo, descubrir lo que realmente quería. Quiero que sepas que soy muy feliz, y bueno, nada… me encantaría que vos pudieras rehacer tu vida”, dice, me da un beso cercano a mi boca y se va. Yo siento un ardor en el estómago. Las piernas me tiemblan. Disimulo. La estocada caló honda. Sigo caminando rumbo a la playa con el estoicismo de un Marco Aurelio. Intuyo el mar, lo escucho como un animal furioso. Miro a la negrura que brama y sonrío meneando la cabeza: “¿Cómo podés ser tan terrible, hermosa y adorablemente hija de puta, Alejandra? ¿Cómo podés?”, repito riéndome solo.

Publicado en revista Bacanal del mes de marzo de 2012.