martes, 7 de diciembre de 2010
Perdidos en Praga
Hernán Brienza
La culpa fue de Lucas, el asesor del Senador. Me llamó y me dijo: “¿Tenés el pasaporte listo?”. Asentí. “Perfecto. Te vas a Praga”, ordenó. “¿Perdón?”, consulté sorprendido. “Mirá, hay un Congreso sobre Institucionalidad en las nuevas democracias, Mariano me pasó tu trabajo sobre violencia y constitución, y me gustó y como van un par de politólogos y constitucionalistas y yo no tengo ganas de ir, vas vos. Así, de paso, te refrescás el marote, claro”. No conocía Praga. En los noventa habíamos aprovechado con “la flaca” para recorrer Europa, pero no habíamos logrado pasar de Viena. Por eso acepté gustoso la gauchada. Y allí fui con mi ponencia y mi mal inglés a un Hotel Art Nouveau de la Plaza San Wenceslao sin saber lo que me esperaba.
La vi por primera vez en el desayuno. Le fui transparente, como suelo ser desde hace varios años para casi todas las mujeres. Ni me miró. Pasó con su pelo lacio castaño oscuro rebajado con un mechón sobre la frente, no debía medir más de 1,65, era delgada, de ojos marrones dulzones, de nariz personal y boca apenas generosa. Me le paré adelante y le mandé un “exquiusmi”. Sonrío, irónica, y respondió: “Todo bien”. Allí descubrí tres cosas: que su mirada era algo vanidosa, que guardaba un secreto desdén y que nunca sería mía. La crucé nuevamente a la noche. Le dije que no la había visto en el Congreso. Me explicó que estaba como turista, que era arquitecta, y que venía de un encuentro profesional en una ciudad alemana de muchas consonantes, que estaba con una amiga y se iba dos días después.
Al día siguiente expuse en el congreso. No se esforzaron mucho los presentes en alimentar mi ego, ya que aplaudieron con poco entusiasmo. Me encogí de hombros y me fui a recorrer la ciudad. La crucé a Alejandra en la plaza vieja. Sonrió como si me hubiera estado esperando. Llevaba con mucha prestancia ese aire de chica bien del conurbano y me dijo: “No vas a ser el próximo gran teórico latinoamericano ¿no?”. Sonreí. Ella miraba como una nena el reloj astronómico de la municipalidad vieja y yo miraba su perfil. Sin voltear la cabeza, me miró de reojo y me dijo juguetona: “¿Qué mirás, pibe?”. La invité a cenar. Aceptó, claro. Pero antes puso condiciones. “No te ilusiones, cuando vuelva me caso con mi novio de toda la vida”, dijo, como quien sabe que está enamorando.
De noche estaban bellísimas Praga y ella. Fuimos a cenar a un restaurante eslovaco. Ella me habló del futuro que la esperaba, yo del pasado que me derruía. Tenía 28 años y yo 40. Yo le hablé del destino –los hombres cuando queremos conquistarlas siempre citamos a Borges-, ella, de las coincidencias –las mujeres cuando saben que gustan buscan signos en todas partes-. Los dos tomamos cerveza negra, los dos gustamos de Kafka, los dos nos maravillamos con Gustav Meyrink y anhelamos la magia del Golem por las juderías de noche.
Afuera, hacía frío. Me gustó su nariz colorada por la baja temperatura. Y la forma en que miraba pidiendo refugio. Caminamos rumbo al puente Carlos IV. Ella me enseñaba los distintos estilos arquitectónicos, yo le hablaba de hazañas de antiguos guerreros devenidos en traidores, de primaveras detenidas por tanques y de tradiciones caballerescas ancestrales. Desde el puente se veía el castillo y la catedral gótica de San Vito iluminada desde abajo. El moldava ponía la música de fondo al violinista que hacía crujir en el aire una vieja tonada bohemia. Éramos un hombre y una mujer desamparados. Ella temía al futuro y yo al pasado. No tuvo piedad. Llevó su mano a mi pecho, lentamente y me besó. Despacio, con densidad, con dulzura. “Para que siempre recuerdes a Praga y para que nunca te olvidés de mí”, susurró. Volvimos abrazados al hotel, besándonos en cada recoveco. En la puerta de su habitación se despidió. Me dijo que no, que no quería compartir su cama, que la entendiera. La entendí. Le pedí su celular. Sacó una birome y escribió su número en mi mano. Supe en su mirada triste que el teléfono era falso. Ella cerró la puerta y yo lloré, de espaldas. Entonces, ella volvió a abrirla. “No seas tan cursi, pibe”, dijo rea. Cuando me di vuelta, me guiñó un ojo pícara, los tenía húmedos. Después, cerró la puerta. Y no volví a verla nunca más.
Publicado en Bacanal en el número de Noviembre.
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A ja ja..él la describe al pelete..ella ni lo mira. ella le teme al futuro,él al pasado. Mencantó.Muy Sabiniano.Y también me hizo acordar de Benedetti :
ResponderEliminar-De vez en cuando es bueno darse cuenta de que hoy,de que ahora estamos,fabricando las nostalgias que descongelará algún futuro.-Groso.
Un eterno instante entre un hombre y una mujer el que nos has regalado.Gracias Hernán.
Muy bueno, pude verlos...
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