sábado, 5 de abril de 2014

Los formales y el frío III


El fin de semana siguiente al encuentro con María Fernanda en el congreso de Derecho Constitucional hicimos el amor en su casa de mil variantes posibles: cenamos  el viernes, tuvimos sexo, vimos una película durante la madrugada, dormimos abrazados, despertamos juntos, nos quedamos abrazados, ella cocinó, tuvimos sexo, dormimos la siesta, leímos, miramos fútbol, yo cociné, nos bañamos, nos mimamos, miramos televisión, nos dormimos, tuvimos sexo por la mañana y, finalmente, le preparé el desayuno y se lo llevé a la cama. Estaba bonita, como sólo puede estar una mujer cuando está bonita. Los cabellos amorosamente destartalados, los ojos entornados, la piel tersa, cierto rubor en las mejillas, los labios apenas paspados, sonreía con inocencia, como no pudiendo creer lo que acababa de descubrir. Yo me abracé a su vientre y me quedé allí escuchando la música de su cuerpo mientras ella hacía silencio y me acariciaba la cabeza.
Desayunamos sentados en la cama, en silencio, felices. Luego, nos dimos una última ducha cada uno por su lado y nos comenzamos a vestir lentamente, como intuyendo el momento de la despedida. Un silencio melancólico comenzó a sobrevolar su departamento y ella intercalaba  gestos de resignación y “no pasa nada”. Ya vestido, la besé largamente por última vez. María Fernanda abrió la puerta, y dijo: “Dale, dale, si total nos vamos a seguir viendo”. Le di un último beso y respondí: “Obvio, obvio”. Bajé por el ascensor y sentí, con el vaivén, que el alma se me había escapado. Caminé hacia el coche, feliz, pero con un asomo de duda que me carcomía a cada paso que daba.
¿Y si yo no fuera capaz de poder mantener este nivel de amor con María Fernanda? No digo sólo la cuestión sexual, de macho cabrío envejecido, que necesita  de vitaminas para quedarse tieso, sino también emocional, en el sentido de poder seguir sorprendiendo, enamorando, acompañando a la mujer que uno eligió. ¿Y si ya no fuera capaz para el amor?
Llegué a la casa de mis viejos. Los miré. Se llevan apenas un par de años, son dos personas mayores que envejecen juntos. Mi madre le protesta por algo y mi viejo no la entiende, no la escucha o se hace el distraído. Me imaginé por un instante a la edad de ellos con María Fernanda. La escena era patética. Yo un ancianito arterioesclerótico y ella una mujer todavía con ganas de vivir.
Sentí miedo, claro. No a ella. No a la situación. Sino a mí mismo. Miedo al fracaso más rotundo después de la separación. Sentí que yo no podría ser capaz de mantenerla enamorada ni de darle todo lo que ella necesitaba. No se trataba de fobia. No. Era exactamente un pánico de animal viejo.
A media tarde, ella comenzó con los mensajes de texto que no respondí. Esa misma noche, me llamó al celular un par de veces. No contesté las llamadas. Durante los primeros días sentí una desazón de mi mismo imposible de describir. María Fernanda intentó comunicarse un par de veces a mi celular y volví a hacer mutis por el foro. Era demasiado perfecta para mi nivel de miseria personal. Sencillamente, no me dio el cuero.  Quizás con una mujer un poco menos exigente, podría haber funcionado. Pero con ella, lo supe, tarde o temprano habría fracasado estrepitosamente. Y jamás iba a poder recuperarme de eso. Un par de semanas después le escribí al celular: “Lo único que quiero que sepas que fuiste una de las cosas más hermosas que me pasó en los últimos años”. Dos días después, en la pantalla de mi celular leí su respuesta: “Una mínima explicación me merezco. Pero, bueno, te portaste bastante mal conmigo. Sos un boludo, un cobarde o una mala persona. Cualquiera sea la razón. No quiero volver a verte”.

Respiré aliviado. Fracasando adrede había logrado zafar de mi pánico a un fracaso espontáneo.