Me asaltó en uno de los pasillos del hotel de la avenida
Callao, donde se realizaba el congreso Constitucionalismo Moderno
Latinoamericano.
-Discúlpeme, doctor –dijo remarcando intencionadamente el
“doctor” con cierto dejo de coquetería-, leí su ponencia con atención y como me
interesa su opinión sobre los aspectos sociales de la propiedad privada en la
Constitución de Sampay, quisiera saber si, siempre que fuera posible, claro,
podríamos intercambiar mails para estar en contacto porque yo estoy haciendo un
estudio comparativo entre la Doctrina Social de la Iglesia, la constitución
Mexicana y la constitución del 49. Y, bueno, nada, se me ocurrió que usted
podía ayudarme…- concluyó abriendo apenitas los ojos y ensanchando la mirada.
Lo primero que hice fue mirarla a los ojos y un segundo
después me dije: “No bajé la mirada, no bajés la mirada”. Sosteniéndole la
mirada, le respondo interesado por su pregunta. “Si, te puedo ayudar, claro
¿usted de dónde es doctora?” Ella, baja la mirada, y contesta, “rosarina”. Es
rubia, estatura mediana, ojos verdes como un lago de montaña, muy delicada de
rasgos, apenas delgada. Sencilla, con cara de buena piba, preocupada por la
temática, por su carrera, por el futuro de los pobres en argentina. Imagino:
hija de profesionales, típica clase media de la ciudad que da al río, tiene
unos 30 años, casada o en pareja, sin hijos, se le nota, excelente estudiante,
promedio superior a 9, educada, trabajadora, sin maldad pero sin inocencia, con
picardía pero sin morbo.
Se entrecruzan un par de abogados más, me saludas por la
ponencia, la saludan familiarmente a la doctora rosarina y se quedan
conversando. Alguien dice: “¿che, almorzamos juntos en la misma mesa?”. La
Rosarina me cruza una mirada que no llego a comprender pero que podría ser algo
así como: “qué pena, me hubiera gustado almorzar a solas con vos” o “qué bueno
que almorzamos todos juntos, así no es tan chocante” o “me gustaría ver cómo te
desenvolvés en la mesa con los otros” o vaya uno a saber qué decía esa mirada
que empezaba a gustarme soberanamente.
No sentamos a la mesa. Los dos abogados hablan distraídos de
trabajo. Ella y yo nos cruzamos miradas tímidas, apenas descifrables sin
dirigirnos casi la palabra. Uno de los comensales la nombra: María Fernanda. Le
clavo la mirada. Ella sonríe como si alguien la hubiera presentado. Yo tomo una
copa de agua tónica, ella inclina levemente la cabeza hacia la izquierda, y el
cabello se le acomoda de una forma apacible, como si la acariciara. Sin
quitarme la mirada de los ojos me alcanza las papas fritas a la provenzal,
mientras los demás se reparten las milanesas. Alguien me pregunta algo y no sé
muy bien que responderle y María Fernanda se sonroja apenas perceptible y apura
el trago de Coca Zero. Minutos después, mientras cruzamos un par de frases
circunstanciales, el mozo propone los postres: macedonia, flan casero, budín,
vigilante y casata. Coincidimos con ella: budín con crema. Sonrío. Me gusta ese
sortilegio de pisarnos para elegir el mismo postre “con una cucharada de
crema”, decimos casi al unísono.
Al finalizar el almuerzo, mientras el debate sobre las
internas de los colegios de abogados de las distintas ciudades daba paso a los
sobrenombres crueles y a las indiscreciones sobre tal o cual romance furtivo en
los juzgados, nos levantamos y sin razón, la mano de María Fernanda rozó la
mía. Las yemas de los dedos comprobaron aquello que las miradas intuían.
Entonces, puse mi mano sobre su espalda y le dije: “Adelante, pasá vos
primera”. Ella me miro. Y me dijo: “Gracias”
Publicado en la revistá Bacanal, mes de enero de 2014.